Creo que el 2020 fue uno de los años que se esperaban con más optimismo y con grandes expectativas. Recuerdo cómo a mediados del 2019 nos poníamos a hacer planes para el año siguiente, y era evidente toda la inspiración positiva que causaba este año nuevo en los planificadores. 

De seguro has escuchado de la visión perfecta “2020” o de la multiplicación “20+20”, y muchas otras frases similares que anunciaban progreso y frutos en el año venidero

Sin embargo, la historia fue otra. Ese año partió y al poco tiempo se nos dio un baño de realidad que hizo latente nuestras debilidades, carencias, y hasta brevedad. No solo a nivel personal, sino para toda la humanidad sin distinción alguna.

La COVID-19, la posterior pandemia y todas las restricciones, crisis de toda índole, muerte y separación que trajo consigo han dejado una huella indeleble en nuestras almas.

Una vez más, nos han hecho entender algo que no ha cambiado desde la caída y que ya la escritura ha venido declarando por milenios: “El hombre, nacido de mujer, corto de días y lleno de tormentos, como una flor brota y se marchita, y como una sombra huye y no permanece” (Job 14:1-2).

Ahora, desde nuestra cosmovisión cristiana bíblica, un año como el 2020 no debió tomarnos por sorpresa.

Por el contrario, luego de que se disipa la “bruma mañanera” producida por nuestra supuesta estabilidad, desarrollo, y aparente inmortalidad como raza humana, el “sol del mediodía” de la revelación de Dios siempre terminará iluminando el hecho de que vivimos, nos movemos, y existimos solo por la gracia de Dios, quien simplemente sigue teniendo misericordia de nosotros (Hechos 17:28).

Y el Dios de la esperanza los llene de todo gozo y paz en el creer, para que abunden en esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Romanos 15:13).

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Por José (Pepe) Mendoza.

Foto: Gerd Altmann en Pixabay.

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